Hubo un tiempo en el que no sabía distinguir entre amar y sostener. Ambas cosas estaban mezcladas. Si alguien estaba bien, yo estaba bien. Si alguien se caía, algo en mi corría a sujetar.

No recuerdo haber decidido eso. Simplemente ocurrió.

Como si mi cuerpo hubiera aprendido muy pronto que el vínculo se cuidaba así: atenta, disponible, sensible a lo que el otro necesitaba antes incluso de que lo pidiera.

Durante mucho tiempo no vi el coste. Porque había algo noble en ese gesto. Algo que me daba sentido, lugar, pertenencia.

Pero también había un silencio. Un silencio antiguo. El de ciertas emociones que no sabían cómo expresarse ni a quién llegar.

No fue abandono. Fue algo más sutil. Fue una madre que hizo lo que pudo, como pudo. Y una niña que entendió que no había espacio para añadir más peso.

Así que aprendí a contener. A regular. A estar entera incluso cuando algo por dentro pedía ser sostenido.

Años después, ese aprendizaje empezó a resquebrajarse. No porque ya no sirviera, sino porque ya no era suficiente.

Empezó a doler lo que nunca había sido nombrado. No como reproche, sino como reconocimiento. Un dolor limpio, sin ruido.

Fue entonces cuando entendí que había una parte de mí que no quería seguir siendo fuerte. Que no necesitaba explicaciones. Solo permiso.

Permiso para sentir sin compensar. Para estar triste sin justificar. Para no convertir el dolor en capacidad.

Ahí apareció otra forma de presencia. Más callada. Más honesta.

No me alejé del amor. Me acerqué a mí.

Y en ese movimiento algo se recolocó: la necesidad de ser necesaria, la urgencia de sostener, el miedo a no tener lugar si no doy.

Hoy sigo cuidando, pero desde otro lugar. Uno en el que no me pierdo. Uno en el que puedo quedarme conmigo incluso cuando el otro no está.

No he dejado atrás a la niña que sostuvo. La he mirado. La he agradecido. Y le he dicho algo que nadie le dijo entonces: «Ahora no estás sola».

Y quizás crecer sea, al final, aprender a quedarnos con nosotras mismas sin tener que desaparecer para amar.

Artículo escrito por Anna Samsó, terapeuta y acompañante en procesos desde una mirada gestáltica. Conóceme más en annasamso.com.

Puedes seguirme en Instagram donde comparto reflexiones y propuestas.