
Hace poco tuve un sueño muy vivido que me dejó una sensación profunda, como si algo en mí quisiera hablarme en otro lenguaje. En el sueño, una acequia rodeaba la casa y estaba llena de agua clara, transparente, llena de vida. Dentro, había sepias grandes, vivas, fuertes, casi transparentes, con movimiento propio, como pequeños pulpos. La escena era hermosa, llena de energía, y sentí la alegría de acercarme a recogerlas, como quien entra en contacto con algo precioso.
Y entonces, algo empezó a transformarse.
No sentí el paso del tiempo, sino más bien que me sumergía en un proceso de cambio. Como si el agua, el entorno, y también yo, estuviéramos siendo parte de una misma metamorfosis.
El agua se volvió turbia, el fondo se llenó de barro, y lo que antes estaba lleno de movimiento y vitalidad comenzó a morir.
Hubo un momento muy significativo: al recoger un sepia casi muerta, sentí el impulso de limpiarla, cortarla y congelarla para aprovecharla más adelante. Una parte de mí, muy arraigada en el respeto por la vida y en evitar el desperdicio, me empujaba a no tirarla. Sin embargo, una voz interna clara me advirtió:
«No. Esto ya no puede nutrirte. Si lo comes, te intoxicarás.»
Esa voz no hablaba solo de la sepia, ni del alimento. Hablaba de la vida misma. De todo aquello que en otro momento fue válido, necesario, nutritivo … pero que ahora, si no se suelta, puede volverse tóxico. Soltar no es desperdiciar. Es respetar la vida que sigue su curso.
Este sueño me llevó a reflexionar sobre cómo cuidamos nuestras aguas internas. Sobre lo fácil que es olvidar que la vida necesita movimiento, renovación, presencia. Que no basta con tener «agua», sino que es necesario que esa agua esté viva. Que fluya. Que respire.
De esta experiencia nace esta meditación, escrita desde un lugar profundo, como una invitación a escucharnos, a limpiar lo que ya no nutre, a cuidar lo esencial, a honrar los ciclos vivos que nos atraviesan y transforman, aunque cueste soltar.
Meditación: Cuidar las aguas de la vida
Cierro los ojos.
Respiro.
Y visualizo mi casa interior.
Ese lugar íntimo donde habita lo más esencial de mí.
Alreededor, una acequia.
Una corriente de agua clara, limpia, transparente.
En ella, sepías grandes, fuertes, casi transparentes, con forma de pequeños pulpos.
Latiendo con vida marina.
Me acerco con curiosidad, con alegría, y las recojo con respeto.
La vida me ofrece alimento, bellexa, conexión.
Y entonces algo cambia.
No sé cuánto tiempo ha pasado.
Pero siento que todo se transforma.
El agua ya no fluye.
Se estanca, se oscurece, se llena de barro.
Las sepias ya no se mueven.
Y al tocar una, siento el asco, la tristeza, el final.
No puedo tomar lo que ya no nutre.
Siento el impulso de querer aprovecharlo, de no desperdiciar.
Quisiera limpiarlo, conservarlo, salvar algo de ello.
Pero una voz interna me susurra con firmeza:
«Déjalo ir. No te alimentará. Te hará daño.
Y me doy cuenta:
El agua necesita moverse.
La vida necesita cuidado.
Lo emocional necesita presencia.
La sabiduría también sabe cuándo soltar.
Nada permanece igual para siempre.
Todo tiene su ciclo, su transformación.
Y es mi responsabilidad atender a mis aguas,
limpiar lo que ya no sirve,
distinguir lo que aún me alimenta de lo que intoxica.
No estoy sola.
Hay amor, compañía, presencia.
Y eso también es vida.
Recuerdo que lo importante es no dejar pasar lo esencial.
Cuidar lo vivo, soltar lo muerto,
y honrar el momento presente.
Respiro.
Y me comprometo conmigo.
A cuidar mis aguas.
A dejar que fluyan.
A seguir caminando con amor y conciencia.
Artículo escrito por Anna Samsó, terapeuta y acompañante en procesos desde una mirada gestáltica. Conóceme más en annasamso.com
