
Después de un tiempo de escucharme en silencio, algo empezó a orientarse hacia fuera: hacia el encuentro con el otro, hacia el vínculo. Porque no somos únicamente lo que sentimos cuando estamos a solas. Somos también la manera en que nos relacionamos, cómo nos mostramos. cómo nos retiramos, cómo pedimos o nos protegemos.
Y al abrirme nuevamente al mundo, fue tomando forma una pregunta que llevaba tiempo latente en el cuerpo: ¿De dónde vienen estas formas mías de vincularme?
La familia de origen es donde aprendí mis primeros gestos de afecto y supervivencia. Ahí desarrollé la capacidad de adaptarme, de intuir lo que se esperaba de mí, de buscar mirada o pasar desapercibida. Aprendí cuando era seguro expresarme y cuándo era mejor callar. Todo eso quedó grabado, no solo como recuerdos, sino como huellas en el cuerpo: en el pecho que se cierra cuando no me siento vista, en la mandíbula que se endurece al contener una emoción, en ese impulso de ceder sin detenerme a sentir qué quiero yo.
Esa manera de estar en el mundo fue moldeando partes internas que aprendieron a sostener el dolor, a proteger lo vulnerable. Hoy las reconozco con respeto, incluso con ternura. Están hechas de necesidad, de amor, de inteligencia emocional adaptativa. Y al poder verlas, también empiezo a ofrecerles descanso.
Durante años creí que mi historia empezaba conmigo. Pero ahora sé, en lo más profundo del cuerpo, que no es así. Hay algo anterior más amplio. Hilos invisibles que me vinculan a mi madre, a mi padre, a mis hermanos, a sus historias, a sus pérdidas, a lo que no se dijo ni se resolvió.
«Sólo cuando tomamos a nuestros padres tal como son, encontramos fuerza para nuestra propia vida» – Bert Hellinger
Esta comprensión, que llega más allá de la mente, abre la puerta a un asentamiento profundo hacia la vida.
Volver la mirada hacia atrás no siempre resulta cómodo. A veces remueve. Pero cuando lo hago sin juicio, algo se recoloca dentro. Porque no se trata de acusar, sino de reconocer. Reconocer que esa historia forma parte de lo que soy.
Hay momentos en los al mirar a mis padres aparece la distancia; otras veces, una ternura inesperada. Y en ese vaivén interno – que puede manifestarse en forma de lágrimas o de un suspiro profundo – empiezo a ocupar el lugar que me corresponde.
Porque sí, durante mucho tiempo me situé en lugares ajenos: cuidando, salvando, compensando. Y aunque lo hice por amor, me perdí a mi misma. Me alejé de mi centro. Me desconecté de mi fuerza.
Hoy siento que agradecer lo que hubo -aunque fuera incompleto o imperfecto- me devuelve a mí. Honrar lo recibido, tomarlo tal como fue. Y también soltar, paso a paso, lo que ya no me pertenece.
Durante mucho tiempo arrastré la sensación de estar en deuda con mis padres. Como si el simple hecho de haber nacido implicara tener que compensarles de alguna manera. Ellos, de algún modo, también me transmitieron esa idea. No de forma directa, sino a través de silencios, gestos, frases sutiles que calaron hondo.
Viví muchos años con la necesidad de devolver algo que ni siquiera sabía nombrar.
Ahora empiezo a comprender que esa deuda solo existe si sigo mirando con los ojos de la niña que fui. Que ser hija no debería suponer una carga, sino una oportunidad para recibir. Y que el verdadero agradecimiento nace cuando puedo tomar lo que me dieron sin exigencias, sin culpa, sin deberes pendientes.
No se trata de cortar con la familia, sino de aprender a vincularme desde otro lugar. Con más presencia. Con más conciencia. Con más cuerpo.
Y también con la comprensión de que no siempre se puede sanar en el mismo entorno donde se originó la herida. Porque muchas veces es en el vínculo donde se originan nuestras heridas… y también es en vínculo donde podemos empezar a transformarlas, cuando se da en un espacio más libre, más presente, más amoroso.
La familia de origen, muchas veces, no puede acompañar ese camino. No por falta de amor, sino porque no tiene los recursos, las herramientas, o la disposición para mirar lo que duele. Y eso no siempre se puede forzar.
Salvo en los pocos casos en que todos se abren a un proceso consciente, lo habitual es que la transformación suceda en otros espacios, en nuevas relaciones, donde hay presencia, respeto y permiso para ser.
Y eso también está bien.
Mirar mis raíces no me limita. Me sostiene. Me da fuerza.
Sentir de dónde vengo me ayuda a pisar más firme, a abrir el pecho, a mirar hacia delante con los ojos más claros.
Me permite elegir, con más verdad, el camino que quiero recorrer.
Artículo escrito por Anna Samsó, terapeuta y acompañante en procesos desde una mirada gestáltica. Conóceme más en annasamso.com
