A veces la herida no se nota … pero está ahí. En mi pecho apretado, en la mandíbula tensa, en las lágrimas que no salen.

A veces, no es que el pasado pese demasiado. Es que lo sigo cargando como si aún fuera presente. No porque quiera, sino porque lo que me dolió no tuvo espacio para expresarse. Porque la herida quedó abierta, encapsulada, sin tiempo ni lugar para ser mirada.

Elaborar una herida no es entenderla. No es ponerle una etiqueta ni analizarla desde fuera. Es dejar de observarla con distancia y empezar a sentirla dentro. Con mi cuerpo, con un gesto, con el temblor que aparece cuando me atrevo a nombrarla.

El momento en que algo se detuvo

A veces, en mi propio proceso o en los procesos que acompaño, sucede algo sutil. Una frase: «ya está, no quiero hablar más de esto». Y entonces, si me detengo, si respiro ahí … aparece la herida. No en el relato, sino en el tono de voz que cambia, en la mirada que se baja, en el cuerpo que se tensa o en esa lágrima que no termina de de salir.

La herida está ahí. No en lo que pasó, sino en lo que no me permití sentir. En lo que fue demasiado. En lo que nadie supo ver.

Y si no elaboro ese momento, sigo protegiéndome como si aún estuviera en peligro.

¿Qué es para mí elaborar una herida emocional?

Es darle espacio a eso que no lo tuvo.

Es volver, no para quedarme atrapada, sino para liberar lo que se quedó congelado.

Es decirme: «sí, esto me dolió», y poder sentirlo sin justificarlo ni minimizarlo.

Es escuchar lo que entonces no pude decir: «me dolió que no estuvieras», «yo necesitaba otra cosa», «me sentí sola, pequeña, invisible».

Y permitirme que ese sentir me atraviese, aunque duela un poco al principio. Porque solo cuando dejo que me atraviese, el dolor deja de soler igual.

«Lo que no se expresa, se imprime en el cuerpo», decía Wilhelm Reich.

Y hoy sé que mi cuerpo recuerda incluso lo que mi mente ha olvidado.

¿Dónde vive una herida no elaborada?

Cuando elaboro una herida no desaparece. Pero se transforma.

Deja de doler desde la defensa, y empiza a recordarme mi sensibilidad. Mi historia. Mi verdad.

Puedo recordarla sin revivirla. Sentirla sin identificarme con ella.

Y, sobre todo, puedo estar conmigo de una forma nueva. Más compasiva. Más suave. Más viva.

«No se trata de sanar para olvidar», me dijo una vez una mujer sabia.

«Se trata de sanar para poder recordar sin perderte»

Y eso, en mí, lo cambió todo.

La escucha que transforma

Elaborar una herida no siempre requiere grandes gestos.

A veces me basta con una pausa.

Con una respiración más lenta.

Con el permiso de decir en voz alta algo que nunca había dicho.

Y a veces , sí, necesito a alguién al lado. No para decirme que hacer, sino para quedarse ahí conmigo. Para sostener el temblor. Para mirar conmigo lo que no podía mirar sola.

Esa es la belleza del acompañamiento: crear un espacio donde lo innombrable empieza a encontrar palabras. Donde lo congelado empieza a moverse.

¿Qué parte de mí pide ser escuchada hoy?

Quizás no le pueda poner nombre. Sólo una sensación en el pecho, un nudo en la garganta, un «algo» que vuelve y no sé por qué.

Tal vez ahí está la herida.

Y tal vez, ahora sí, puedo empezar a acercarme a ella. No para cerrarla de golpe, sino para abrirle un lugar en mi vida donde poder transformarse.

¿Y si hoy me diera el permiso de escuchar eso que aún duele, no para resolverlo, sino para no dejarlo solo?

Y si tú también necesitas un espacio para acompañar esa parte, estaré encantada de sostenerla contigo.

Artículo escrito por Anna Samsó, terapeuta y acompañante en procesos desde una mirada gestáltica. Conóceme más en annasamso.com