
Desde que llegamos al mundo, necesitamos ser vistos. No sólo alimentados, sostenidos o cuidados … sino mirados. La mirada amorosa y presente de quien nos acoge tiene un poder inmenso: nos da existencia, nos refleja, nos permite sabernos alguien en el mundo. A través de esa mirada comenzamos a construirnos por dentro.
En la infancia, la mirada cumple una función vital. Cuando es una mirada que valida, que acoge sin juicio, que transmite seguridad y amor, ayuda al niño o a la niña a reconocerse como alguien valioso, merecedor de amor, digno de estar aquí. Es esa mirada que dice: «Te veo, estás bien como eres.»
Tal como sostiene Donald Winnicott, pediatra y psicoanalista, «no hay bebé sin entorno». No existimos sin el otro, sin esa primera mirada que nos acoge y nos permite construir una imagen coherente y amorosa de quienes somos. En su concepto de la «madre suficientemente buena», Winnicott señala que no se trata de perfección, sino de una presencia emocional real que permita al niño sentirse reconocido y seguro en su proceso de desarrollo.
Y esa necesidad no desaparece en la adolescencia, al contrario: en esa etapa tan vulnerable, llena de cambios y preguntas, la mirada adulta sigue siendo esencial para sostener el crecimiento, el desarrollo de la identidad, la seguridad en uno mismo. La forma en que somos vistos (o no) durante estos años deja una huella profunda en nuestra manera de estar en el mundo, en cómo nos relacionamos y en el valor que nos damos.
La herida de la no mirada
Pero ¿qué ocurre cuando esa mirada no está? O cuando es una mirada ausente, exigente, confusa, juzgadora o incluso dañina ..
Muchos adultos arrastramos una herida silenciosa: la de no haber sido suficientemente vistos en nuestra verdad, en nuestra vulnerabilidad, en nuestras necesidades reales. Y esa carencia se manifiesta, una y otra vez, en la vida adulta: en relaciones donde buscamos reconocimiento constante, en el miedo al rechazo, en la inseguridad que aparece cuando nadie nos confirma que lo estamos haciendo bien.
Jonh Bowlby, en su teoría del apego, mostró cómo los vínculos tempranos modelan profundamente nuestra estructura emocional. Cuando no somos vistos con amor y presencia, es difícil desarrollar un apego seguro, tanto con nosotros mismos como con los demás. Esta herida de desvalorización muchas veces permanece activa, aunque no siempre podamos nombrarla.
Seguimos buscando fuera lo que no recibimos en nuestra infancia o adolescencia. Lo buscamos en la pareja -«¿me quieres?» «¿soy suficiente para ti?»-, en el trabajo -«¿estoy rindiendo lo bastante?»-, en nuestros hijos-«¿seré una buena madre?»¿soy un buen padre?»-. Lo buscamos en los resultados, en los logros, en la aprobación externa, intentando llenar ese vacío con una mirada que nunca llega del todo.
Y muchas veces confundimos esa necesidad de ser mirados con tener cosas. Cosas que supuestamente nos darán valor: títulos, éxito, belleza, seguidores, poder, pertenencias, .. como si el tener fuera una prueba de lo que somos. Pero por mucho que logremos, si esa herida no ha sido vista, el vacío sigue latiendo dentro. Porque el vacío no se llena con cosas, se abraza con presencia.
Tal como expresa Alice Miller en «El drama del niño dotado», muchos adultos siguen esforzándote por destacar, por agradar, por hacerlo todo bien, en una búsqueda inconsciente de ser reconocidos por los padres que no supieron verlos por quienes realmente eran. Esa necesidad infantil de validación se disfraza de autosuficiencia, pero en el fondo sigue esperando una mirada que reconozca la herida.
Sanar esa herida es vital para nuestra salud emocional. Y cuando hablo de salud emocional, hablo de SALUD en mayúsculas, porque salud sólo hay una.
El camino de mirarse con ojos nuevos
La buena noticia es que este vacío puede transformarse. No desde la exigencia, sino desde la presencia. Acompañar procesos me ha permitido ver cómo una nueva experiencia de ser visto -con respeto, sin juicio, con autenticidad-, puede reparar capas muy profundas de esa herida.
A veces, basta con que alguien nos mire de verdad. Que nos escuche sin querer cambiarnos. Que sostenga lo que somos con cuidado. En ese espacio, se abre algo dentro. Y con el tiempo, podemos aprender a mirarnos así a nosotros mismos.
La mirada externa puede abrir la puerta, pero es la mirada interna -la que cultivamos con amor y paciencia -la que realmente nos da libertad.
(- Puedes profundizar en este tema en el artículo «Mi propia voz: Expresión auténtica y su impacto».
Transformar la carencia en fuerza
Reconocer esta necesidad no nos hace débiles, nos hace humanos. Mirar de frente la herida es el primer paso para dejar de depender de la validación constante y empezar a sostenernos desde dentro.
Aprender a mirarnos con compasión, a reconocer nuestro valor sin esperar que alguien lo confirme, es un acto profundamente transformador. Es decirle a nuestra parte más herida: «Ya no estás sola, estoy aquí contigo.»
Y desde ahí, construir vínculos más sanos, menos reactivos, menos condicionados por la carencia. Vínculos reales, donde no buscamos que el otro nos complete, sino que nos acompañe.
Porque cuando por fin nos miramos desde dentro, algo se reordena, algo se calma. Y ya no hace falta tanta aprobación, ni tanta perfección. Simplemente, estamos. Y eso basta.
¿Puedes imaginar cómo sería vivir sin tener que demostrar nada para sentirse valiosa?
Si algo de lo que has leído te resuena, te toca o te invita a mirar dentro, estaré encantada de leerte.
Puedes dejarme un comentario o escribirme en privado. Me encantará saber qué despierta en ti este tema.
Artículo escrito por Anna Samsó, terapeuta y acompañante en procesos desde una mirada gestática. Conóceme más en annasamso.com